Apuntes para una apertura a la complejidad
Daniel Feierstein1
La modernidad occidental se ha caracterizado, entre otros elementos, por la serialización de los procesos productivos como, paralelamente, de los modos de construcción de la verdad y de la identidad.
Estos procesos de serialización se proponen la construcción de una sociedad homogénea, idéntica, tendiendo a abolir la "diferencia" o estigmatizándola como "patología", procurando generar en todos y cada uno de los seres humanos un mismo ritmo, el ritmo de la producción fabril.
Es así como estos procesos han construido una “doble lógica” de la normalidad, comprendida simultáneamente como normalidad “disciplinaria” (en tanto obediencia a la ley) y normalidad “estadística” (como la lógica correspondiente a la noción de “mayoría”).
Es a esta comprensión de una doble lógica de la norma a lo que Foucault ha denominado “sociedad de normalización”, en tanto estos modos de construcción y comprensión de la normalidad delimitan el funcionamiento de lo social.
Este modo de concebir la realidad ha permeado y afectado a numerosas fracciones de población, sean grupos culturales, religiosos, étnicos o políticos. Sin embargo, ha tenido efectos específicos también en los modos de comprensión de las personas con discapacidad que, en función de su alejamiento de la “normalidad” con la que se tendió a comprender el funcionamiento del cuerpo humano, fueron agrupadas inicialmente dentro del plano de la “desviación de la norma”, construyendo de este modo aproximaciones que fueron desde las propuestas de encierro y exclusión hasta las de “integración”, pero siempre con eje en destacar la “subnormalidad” de la condición 1 .- Daniel Feierstein es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigador del CONICET. Dirige la Maestría en Diversidad Cultural y el Centro de Estudios sobre Genocidio en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y es Profesor Titular de la Cátedra “Análisis de las prácticas sociales genocidas” de la Universidad de Buenos Aires. Entre sus últimos libros se encuentran “Genocidio como práctica social” (FCE, 2007) y la reedición de “Seis estudios sobre genocidio” (Editores del Puerto, 2008).
del discapacitado, esto es, su supuesta incapacidad para disfrutar y participar de la vida normada por la ley y normal en tanto mayoritaria.
Por otra parte, los intentos de defensa de derechos de las personas con discapacidad, muchas veces no han sido capaces de observar las características comunes y divergencias específicas en los procesos de segregación y exclusión de estas poblaciones con respecto a los mismos procesos desarrollados con víctimas diferentes, lo cual también ha obstaculizado gestiones conjuntas de confrontación con las lógicas de normalización, dando lugar a acciones corporativas, de corto plazo y, por lo general, ineficientes en el plano de sus efectos políticos concretos.
Es objetivo de este trabajo dar cuenta tanto de algunos aspectos comunes como de algunas especificidades en la gestión de la diferencia por parte de nuestras sociedades modernas, a fines de colaborar en la construcción de herramientas para dicha confrontación.
Paradigmas de exclusión y reclusión
La discriminación como el racismo, lejos de constituir una enfermedad, una desviación o una patología de sectores pequeños y aislables de nuestra sociedad, resultan herramientas fundamentales del proceso de constitución de las identidades modernas.
Este proceso constará de una serie de elementos. En primer lugar, se propone arrasar con la multiplicidad de las identidades. En segundo término, busca la estandarización y normalización de las identidades.
La articulación de estos procesos busca negar la multiplicidad real para que sólo una de estas identidades pueda asomar y construir una lógica de normalidad. Las lógicas de normalización plantean entonces que un modo de identidad que es construido desde el poder como hegemónico se transforma en el modo de identidad, que mide, juzga todos los otros, e impone los modos de relación social.
Gran parte de los problemas discriminatorios surgen de un modo de desarrollar nuestras relaciones sociales que, al imponer un solo modo de funcionamiento, excluye a todo aquel que por distintos motivos no puede aceptar o desarrollar ese modo, donde las dos diferencias que más claramente aparecen son las diferencias culturales (quienes por tradición, por historia, tienen otros modos sociales de relacionarse) o las diferencias vinculadas a la discapacidad (quienes a partir de la carencia de algún sentido tienen también otros modos de relacionarse, que tienen su propia riqueza, su propio sistema, sus propias lógicas, y cuyo único problema es que no son aceptados como un modo válido, no son aceptados como un modo viable).
El tercer elemento de los modos en que se constituyen esas identidades nacionales, se vincula a los modos como se gestiona la “diferencia”. En ese sentido hubo un modo clásico de gestión de la diferencia –y eso lo voy a retomar después- en los regímenes discriminatorios de los Estados nacionales durante los siglos XVIII y XIX, que ahora quiere ser recuperado como una herramienta antidiscriminatoria, con todos los riesgos que esto contiene. Se trata de la lógica de “cuoteo de la población”, un sistema que funcionaba en ese momento de consolidación de la modernidad planteando que los distintos grupos que son construidos como diferentes por el poder pueden tener sólo una representación proporcional a su peso en la población en los distintos ámbitos:
la justicia, el acceso a las universidades, las escuelas, los trabajos, etc.
Esto era un modo de producir una situación en la que ningún sector “diferenciado” pudiera tener mayor representación en ningún ámbito relevante que superara su peso real en el conjunto de la población. Resulta que en estas últimas décadas se ha pretendido transformar este sistema discriminatorio en parte de una supuesta lógica antidiscriminatoria, con las llamadas lógicas de la “discriminación positiva”.
En lo que hace a la especificidad del “otro discapacitado”, una vez asumida la existencia de dicha “diferencia” por parte de una sociedad construida como “normal” (que homologa todas las deficiencias sensorio-motoras e intelectuales como “discapacidad”), las primeras iniciativas tendieron a apartar a dichos grupos del conjunto de la población, con el argumento de que su mera presencia “obstaculizaba” los ritmos de producción o aprendizaje “normales” y que, por tanto, su diferencia requería su formación, tratamiento o desarrollo vital en espacios específicos.
Tendieron a primar de este modo, en los primeros momentos de la modernidad, paradigmas de exclusión, que buscaban separar lo normal de toda patología, tratando cada “dis-función” individualmente o, lo que fue más común y mucho más tremendo, reuniendo a las diversas “patologías” en un mismo ámbito, dado que lo que se contemplaba ni siquiera eran sus necesidades específicas, sino su “incapacidad” para participar de los ámbitos normalizados.
Es en este triste paradigma en el que se inscribirá la concepción de la “escuela especial”, como espacio de exclusión y reclusión de la población a la que se considera “problemática”, incluyendo en esta categoría tanto a los discapacitados como a los niños con trastornos de aprendizaje o de conducta o, incluso en algunas experiencias históricas, a aquellos sujetos pertenecientes a grupos culturales excluidos de los procesos de normalización, como las poblaciones gitanas, indígenas o inmigrantes hablantes de otras lenguas.
El sentido de este modo de comprensión de la “otredad discapacitada” se vincula, en particular, a la exclusión, en tanto el objetivo inicial de su envío a ámbitos diferenciales se vinculaba a los modos de segregación de estos sujetos del espacio común, a partir de que sus dificultades se veían como modos de entorpecer los procesos serializados, fuera en el ámbito de la producción, de la educación o de la circulación urbana.
Paradigmas de “integración forzada”
El modelo de exclusión, basado en la separación del “otro discapacitado” del ámbito de la normalidad encontró mayores resistencia a partir de la deslegitimación del paradigma racista, que sufrió un golpe decisivo con la evaluación moral de sus consecuencias extremas en la experiencia del nazismo (que, entre otras cosas, llevó también este modelo de exclusión a sus límites más extremos con la población discapacitada, al proponerse su esterilización y posterior aniquilamiento con los programas T3 y T4, a partir de los cuales se asesinó a decenas de miles de personas con discapacidad en Alemania entre 1938 y 1940, como parte de las políticas de “saneamiento e higiene racial”).
Si bien las lógicas de exclusión siguieron operando como el modelo dominante en algunas sociedades, en la mayoría de los Estados modernos este paradigma fue reemplazado por las políticas de “integración”, las que, sin abandonar las lógicas de la “normalidad”, comenzaron a ubicar como objetivo principal de sus acciones ya no la exclusión de la población discapacitada, sino su “normalización”.
El propio concepto de “integración” lleva en su formulación la idea de que no se trata de una relación entre pares sino de una adaptación de un polo al otro. No es el modelo de funcionamiento “normalizado” el que se propone las adecuaciones, sino que lo que se busca con el concepto y la práctica de la “integración” es que el sujeto diferente (comprendido desde las lógicas de la normalización como “desviado”, “patológico”) produzca las adaptaciones necesarias para funcionar en un contexto normalizado. Esto es, las variaciones que buscan las iniciativas de integración se vinculan a variaciones del sujeto, jamás a variaciones del entorno.
Quizás el ejemplo más provocativo se vincule al afán oralizador de la población con discapacidad auditiva y a la falta de interés (y en muchos casos incluso prohibición) del lenguaje de señas, tanto en los ámbitos comunes como, incluso, en los ámbitos específicos en los que circula esta población.
Esta población cuenta con su propia lengua – la lengua de señas – que es aquella que requiere por lo menos durante sus primeros años, para poder llevar a cabo los procesos de socialización. Lo que resultaría elemental, pero sin embargo se encuentra ausente de la mayoría de los análisis educativos, es que esa lengua sí puede ser hablada por el conjunto de los estudiantes de un curso inclusivo, en tanto que la lengua “normal” de dichos estudiantes no puede ser aprendida por la población sorda, a no ser como una “segunda lengua”, con posterioridad a su alfabetización en lenguaje de señas.
En lugar de pensar siempre qué hacemos con el chico que no puede entender la lengua normalizada, si lo integramos o no lo integramos a un aula cuando no puede compartir la lengua “normal”, uno podría abordar la situación de un modo exactamente inverso, y evaluar qué enriquecedor sería para un aula que cuenta con un chico sordo o hipoacúsico, poder generalizar el aprendizaje de la lengua de señas en el conjunto de los estudiantes a fines de desarrollar parte de sus clases en lengua de señas. ¿Qué perderían en dicho tiempo invertido al aprendizaje de una nueva lengua: dos cuatrimestres de geografía, un año de inglés? Terminarían el año veinte chicos bilingües que no pueden ubicar los ríos de la Patagonia o que tendrán que esperar otro año para aprender los rudimentos del inglés.
Aquí es donde aparecen con claridad los problemas de inflexibilidad de los procesos de estandarización. Porque el enriquecimiento de un abordaje como éste no sería sólo ni fundamentalmente para el chico sordo que participa de ese grupo, sino para los otros diecinueve de ese grupo de veinte, que tendrían la experiencia de aprender otros modos lingüísticos, otros modos de relación social, otras formas culturales, otros modos de acceso a la realidad. Y la pregunta es si ésto, que aparece como totalmente imposible es efectivamente imposible2, o resulta expresión de nuestros obstáculos, vinculados a los procesos de estandarización, centrados en que las cosas se hacen de un 2 .- Debo esta sugerencia a Silvana Veinberg, aunque debo reconocer que en su primera formulación a mí también me pareció una propuesta exageradamente radical y constitutiva del campo de “lo imposible”.
Otro ejemplo de que las lógicas de estandarización nos atraviesan y no son parte sólo del campo de la “desviación” o la “patología” discriminadora. modo (como las hacemos nosotros) y que el máximo de integración negociable se vincule a la disposición a evaluar si podemos o no podemos integrar al otro, en tanto “integrar” implica hacerlo parte de nosotros, siendo que la transformación siempre tiene que provenir del otro, que jamás se piensa en que sea el nosotros el que resulte transformado. La identidad hegemónica no se transforma, la identidad hegemónica no piensa siquiera que pueda cambiar. La única pregunta válida para el orden moderno es si el otro puede cambiar o no, si se puede integrar o no a nosotros.
Si el sujeto con discapacidad se debe “integrar” a un conjunto normalizado, cualquiera de sus prácticas diferenciales debe ser ignorada o perseguida, como modo de construir en él las prácticas “normales”. Sería interesante no centrar sólo esta visión en la población con discapacidad y observar que este tipo de procesos se desarrollaron de modo similar en laescuela normalista de los siglos XIX y XX (e incluso en muchos casos aún en el siglo XXI) con los hijos de los inmigrantes, a quienes se les sugería (y en muchos casos obligaba) a abandonar su lengua materna y/o familiar como estrategia para adoptar la lengua normal escolar, pese a que jamás estudio lingüístico alguno demostrara incompatibilidad en la alfabetización en distintas lenguas o que hubiera algún efecto negativo en el aprendizaje del bilingüismo.
La “indiferenciación” desde la idea de “capacidades diferentes”
Los diversos paradigmas de la “integración” tendieron a articularse, en algunos casos, con un discurso políticamente correcto vinculado al eufemismo en las denominaciones y a la licuación e igualación de todas las diferencias, que fue prototípico del momento de caída de los ideales modernos y hegemonía del modelo posmoderno. Así como las personas negras pasaron a ser “personas de color”, las personas discapacitadas fueron concebidas desde la lógica de las “capacidades diferentes” o las “necesidades especiales”.
En la disputa con los modelos de la normalización y absorbidas por el discurso relativista que homogeneiza e iguala toda diferencia, concebir a la población discapacitada como población con “capacidades diferentes” implicó equiparar sin más a diversos grupos étnico-culturales, identidades sexuales diversas, opiniones políticas o incluso diferencias de género, generando una lógica de “in-diferenciación”.
Así como las políticas de género posmodernas tendieron a prescindir de las diferencias cualitativas biológicas, físicas y psíquicas en la construcción de lo masculino y de lo femenino, vistos como dos polos equitativos e igualitarios de identidad, o el relativismo cultural se propone la desaparición de la ética en su imposibilidad de juzgar las diferencias culturales, la mirada de la discapacidad centrada en la idea de “capacidades diferentes” tendió a banalizar el contenido específico de la deficiencia que da lugar a cada discapacidad y, por tanto, a abstraer y negar las dificultades específicas de la población con discapacidad para enfrentarse a las situaciones cotidianas de la normalización y serialización modernas, desafiadas desde el ámbito discursivo pero igual de presentes en la organización del trabajo, la educación o la vida cotidiana.
Estos modos de licuación de la diferencia han tendido a invisibilizar el papel del poder y de la hegemonía en la construcción de la diferencia. Al hablar del género, parece referirse a la existencia de un solo género diferente (el femenino), el color “negro” es el único color diferente y las “diferentes capacidades” son las “nonormalizables”.
El modo hegemónico, en tanto “normal”, instala la diferencia en todo aquello que construye e identifica como “no-propio”, como fuera de los límites de la normalización.
Invisibilización de las situaciones “ambigüas” o “híbridas”
A su vez, los intentos de clasificación de la población con discapacidad (presentes tanto desde la perspectiva normalizadora como desde el modelo de “integración de lo diferente”) tendieron a impedir percibir la complejidad de los fenómenos incluidos en el concepto de discapacidad.
Las lógicas clasificatorias tendieron a dividir a esta población en función del tipo de función afectada (visión, escucha, habla, movilidad, discernimiento), catalogando a la población discapacitada a partir de la deficiencia absoluta de dicha función. La discapacidad visual fue sintetizada entonces en la ceguera, la discapacidad auditiva en la sordera, etc. La discapacidad mental apenas se subdividió en categorías (no siempre vinculadas al tipo de síndrome involucrado sino en algunos casos a conceptos tan discutibles y elementales como “leves, medios y profundos”).
Los fenómenos híbridos, al igual que en todo modelo clasificatorio, fueron invisibilizados, pese a constituir los mayores porcentajes de la población con discapacidad. Es así como muchas personas con baja visión fueron clasificadas y tratadas como ciegos, en tanto otras eran clasificadas y tratadas como personas sin
problemas de visión. Muchas personas con discapacidad auditiva eran tratados como sordos, en tanto otros eran parte de la población sin problemas de audición. Modelos binarios (ve – no ve, oye – no oye, se desplaza – no se desplaza) o a lo sumo ternarios (leve, medio, profundo) pretendieron agotar la compleja realidad de la discapacidad y de las personas con discapacidad, ignorando la especificidad de cada situación, impidiendo el uso de las capacidades remanentes a la población clasificada en el polo negativo de la distribución binaria y negando o invisibilizando los problemas de aquella población agrupada en el polo positivo de la misma distribución.
El miedo a lo híbrido, lo ambiguo, lo inclasificable, elemento hegemónico en la modernidad en cualquiera de los campos de construcción de identidad, afectó también (como no podía ser de otro modo) a la configuración del “otro discapacitado”, intentando subsumir dicha complejidad en un modelo clasificatorio simple, una cuadriculación que clausura la posibilidad de advertir la falta de normalidad de la mayoría de la población, la gama infinita de matices contenidos entre los dos polos del ver-no ver, oír-no oír, etc.
El concepto de “sociedad inclusiva”
En las últimas décadas, las propias lógicas de la normalización han comenzado a desafiarse en distintos campos del saber y de las prácticas sociales. Si bien en muchas sociedades, incluida la nuestra, persisten tanto las lógicas de exclusión como, con mucha más fuerza aún, los modelos de “integración forzosa” (que persisten, casi como paradigma para la supervivencia institucional, en las “escuelas especiales”), ha ido ganando terreno otra modalidad de comprensión de la problemática, basada en cambiar el foco de observación de las personas con discapacidad hacia el entorno social en el que dichas personas, junto al conjunto de la población, circulan y conviven, se educan o trabajan.
El concepto de “sociedad inclusiva” intenta dar cuenta de esta transformación, al observar que muchas de las adecuaciones necesarias para un mejor desempeño de las personas con discapacidad no deben provenir necesariamente de dichas personas, sino de transformaciones del entorno. Tender a eliminar las “barreras” (sean éstas de ordenamiento espacial, lingüísticas u otras) implica producir cambios en los modos de concepción de lo social que deben ser ejecutados en el entorno (o por la sociedad mayoritaria) y no por las personas con discapacidad.
Lo sugerente de estos modos de abordaje es que, sin hacer necesariamente conscientes sus efectos, logran operar de algún modo descomponiendo las clasificaciones simples (binarias, ternarias, etc.), dado que las modificaciones en la accesibilidad a determinados entornos (sean entornos reales o virtuales, como en el caso de la informática), no son sólo útiles para las personas clasificadas como “discapacitadas” (es decir, aquellas que caen en el polo negativo de la distribución clasificatoria) sino para muchos otros casos que, pese a tener remanentes funcionales en sus diversas capacidades, se ven favorecidos por un entorno más accesible.
La eliminación de las barreras arquitectónicas, por caso, no sólo favorece a las personas con discapacidad motriz (sea del nivel que fuere) sino también a los niños pequeños, a las personas mayores, e incluso a personas que han tenido una indisposición fugaz que dificulta cualquiera de sus movimientos. La accesibilidad a textos impresos o virtuales con tipografía más grande o con la posibilidad de su traducción a lenguaje oral no sólo favorece a aquellas personas imposibilitadas de leer (o de leer en determinados formatos) sino en términos generales a toda aquella persona con dificultades, permanentes u ocasionales, para leer, incluso a la población no alfabetizada. Podríamos continuar enumerando ejemplos de este tipo, que dan cuenta de un cambio cualitativo en los modos de abordaje.
El paradigma de la “sociedad inclusiva” no quebrará de por sí los abordajes construidos sobre las lógicas de la serialización. No se trata, como se creyó con el uso de eufemismos, tan sólo de modificar definiciones o términos de abordaje científico.
Sería posible, y de hecho también ocurre, continuar con modelos de exclusión, “integración forzosa”, indeterminación o invisibilización de lo híbrido utilizando el nuevo lenguaje de la sociedad inclusiva”.
De lo que se trata, más que de un cambio de lenguaje, es de la posibilidad de transformar nuestra visión de lo social, de hacernos responsables del problema del otro, de preguntarnos qué se debe transformar en nosotros (y no sólo en el otro), ya no para integrar, incluir o “normalizar” a lo conceptualizado como diferente sino, por el contrario, para intentar eliminar, o cuanto menos disminuir, los obstáculos con que se encuentra en su vida cotidiana. Eliminar, o cuanto menos disminuir, su sufrimiento, en particular el sufrimiento producido por otros seres humanos, al organizar la vida de un modo poco accesible para el conjunto.
Quizás en algunos casos se trate de modificaciones o adecuaciones sencillas, baratas, fáciles de implementar. En otros casos puede que se trate de transformaciones más complejas, de una mayor inversión de recursos, de tiempos. Puede incluso que en algunas situaciones específicas requiera repensar nuevamente todo el funcionamiento de un tipo de actividad, o de determinado ordenamiento social.
Por último, muchos intentos de confrontar con los modos de discriminación del “otro discapacitado”, no logran asumir o comprender este principio constitutivo de la discriminación y abordan cada proceso discriminatorio – en este caso, el del “otro discapacitado” - como si tuviera su propia lógica y funcionalidad, creando herramientas específicas para enfrentar la discriminación a cada grupo, como si la discriminación fuera una respuesta a situaciones específicas de los grupos discriminados y no una práctica construida como parte de las necesidades funcionales del discriminador.
Se fragmenta a estos procesos como si ocurrieran de modo separado, y como si el problema fuera la protección de grupos específicos, cuando en realidad son procesos que ocurren totalmente articulados. El mismo orden que produce negativizaciones, victimizaciones de población por motivos religiosos, lo produce por motivos étnicos, lo produce por discapacidad, lo produce por distintas prácticas, con lo cual, sólo juntarse entre los especialistas de cada situación para creer que se puede resolver una sin resolver las demás, genera una especie de enfrentamiento corporativo entre cuál de las problemáticas sería más importante o cuál tendría más derecho a tener “cuotas especiales” de “tratamiento social”.
Porque el problema también aparece a este nivel: si tenemos un total del cien por ciento en la distribución poblacional, si cada grupo discriminado en tanto “diferencial” reclamara su “cuota”, sumaría el cuatrocientos treinta y ocho por ciento, entonces paralograr llegar al cien, la disputa giraría alrededor de qué grupos merecerían más la cuota que otros (indígenas vs. discapacitados, diferencias sexuales vs. diferencias culturales, etc.), con lo que se termina convirtiendo a la lucha discriminatoria en una especie de competencia corporativa entre victimizados, cada una bregando por la profundidad histórica y gravedad de su propia discriminación, incapaces de poder observar el fenómeno común que los pone en ese lugar, y que los modos de solución de esa situación, no pueden gestionarse desde lo individual o desde lo corporativo.
Cabría preguntarse si asumir nuestra responsabilidad por el sufrimiento del otro – sea del otro discapacitado como de cualquier otro que sufre – no sería un modo – entre tanta inhumanidad, tanto dolor, tanto sufrimiento producido por nuestras sociedades – de intentar volvernos un poco más humanos.
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